El día anterior estaba hablando con un compañero de trabajo, que me contaba que él, aunque lloviera, igual venía en bici. Cuando lo quedé mirando incrédulo (es un camino de tierra), me había dicho que aunque se ponía feo, había una zona que quedaba firme y se podía pasar.
Así que quise probar. En vez de tomar por la ruta, libre de barro pero más transitada, seguí por el camino de ripio. Unos 500 metros antes de la zona complicada, me encontré con una moto que se estaba pensando si seguir o girar. Se dio vuelta y me hizo una seña, tratando de disuadirme. “¿No ves cómo está allá?”. Pero yo confiaba en la palabra de mi compañero, y además quería ver en primera persona qué tal estaba la zona.
Aunque esperaba que estuviera embarrada, lo que nunca imaginé fue la extensión del problema.
Como mucho habría diez centímetros firmes a cada lado del camino, negro y salpicado de charcos sucios. Era inclinado hacia arriba así que tuve que hacer fuerza, pero el barro estaba muy fresco y la rueda se hundía en vez de avanzar. No se podía por los costados, porque había ramas que amenazaban pegarme en la cara y tirarme de la bici.
Llegó el punto en que decidí cruzar a pie y llenar de mugre las zapas, pero ni siquiera así pude dar demasiados pasos sin tener miedo de caer de cara.
Así que tuve que dar la vuelta hasta el cruce donde hacía rato que la moto se había ido, girar hacia el otro lado y tomar por la ruta. Iba a ir lento para no ensuciarme con las ruedas, porque de todas maneras ya llegaba tarde. Mojando a propósito las cubiertas en los charcos a ver si así se aflojaba el bodoque adherido a los frenos.
Por la ruta fue divertido; la lluvia se había convertido en un placer. Después de todo, ya no podía ensuciarme más. Además me saqué el miedo de no saber por dónde ir o dónde doblar.
Obviamente tocó limpiar la bicicleta lo más posible al llegar para evitar que se pegue la mugre, así como asearme un poco para no andar desparramando restos de mi hazaña por todo el lugar. Me sentí incómodo todo el día y toda la vuelta, pensando si iba a poder limpiar la bici que tanto había costado trasladar hasta mi nueva ciudad.
Una vez de vuelta en casa, la manguereada de la tarde fue tan breve como placentera. Ni que hablar de la ducha que siguió.
Lo importante de todo fue que tomé una decisión conciente (¿consciente?) de los riesgos, pero sobre todo por curiosidad. Creo que es mucho más valioso haberme sacado las ganas de hacer algo que no haberlo hecho y no saber, aunque solo sea por tener anécdota para contar.
Después de todo, las consecuencias fueron solo un poco de tiempo, un poco de mugre, y no mucho más. Para la próxima sé por dónde ir, y lo mejor es que me divertí como nunca.
¿Será esto ser adulto, o será dejarse ser niño? ¿Se puede ser adulto sin ser niño? Seguro es muy aburrido.