Con mi mejor amigo de la primaria solíamos jugar seguido a las cartas de autos. Por turnos elegíamos una para cantar uno de los valores—potencia, velocidad máxima, consumo—y el ganador se quedaba con ambas cartas. Me encantaba el juego, pero también quedarme mirando fijo los diseños. Solía dibujarlos seguido, me cuenta mi mamá, y gritar “auto”, “camión”, cuando pasaba uno por la calle.
Las carreras, por otra parte, no eran interesantes. Recuerdo un almuerzo de fin de semana en la casa de la abuela—todas las sillas orientadas al televisor, donde tronaban los motores. Los grandes estaban hipnotizados, pero mi amigo y yo nos levantamos con el postre en la mano para seguir jugando con las cartas. Obviamente era mucho mejor uso del tiempo.
Quince años más tarde, se repetía la escena. Era domingo y mirábamos con la familia cómo Carlos Alcaraz destruía a su rival en un partido casual de tenis. Se disfrutaba la técnica impecable, pero al terminar le dedicó unas palabras tan bellas al perdedor que nos sacaron más de una lágrima a todos. Comencé a notar un vacío interno, ese que aparece porque algo lindo se termina, como después de un buen libro. No quería esa tristeza, así que me puse a buscar algo más para ver.
Intenté con más tenis en vivo pero ya habían terminado todos. Pasé a la sección de fútbol, que tampoco tenía partidos interesantes. Más abajo en la página se mostraban sugerencias de otras transmisiones y me llamó la atención una carrera de F1. Cuando detuve el cursor, mi hermano me quedó mirando con una cara mezcla de oler mierda y estar por partirse de risa. Decidí probar con la carrera, un poco para seguir el chiste, otro poco para calmar la ansiedad.
Los sentimientos se desvanecieron tan rápido como los bólidos partían el aire a su paso en el circuito de Austria. Los reemplazó en parte la modorra, porque no solo no entendía nada, ni conocía ningún equipo o conductor—faltaban montonazo de vueltas hasta el final. Pero me quedé para distraerme y después de un rato se volvió más entretenido: había un caos de penalizaciones por límites de pista. Los comentarios de los pilotos por la radio a sus equipos eran fantásticos. Me acordaba de haber visto algún que otro recorte en Instagram, que me había sacado una sonrisa en su momento. Me sentía a gusto y cuando me di cuenta, estaba solo en el comedor y la carrera había terminado. Se repetía la escena de la infancia pero esta vez los adultos huían a hacer algo entretenido, mientras yo me quedaba mirando a veinte giles moverse en círculos.
En los siguientes días floreció esa semilla de interés. Busqué las reglas y leí sobre circuitos, equipos, pilotos. Merendé videos que explicaban aerodinámica. Me dieron ganas de mirar otro Gran Premio en vivo, para comprobar lo que había aprendido. Además sería interesante vivir la experiencia completa—entrevistas, datos curiosos, la ceremonia de inicio. Pero lo que me terminó de convencer lo encontré de casualidad.
Buscando fecha y horario de la próxima carrera, abrí una noticia y me enteré de que los últimos años habían sido desastrosos para McLaren. Hacía mucho que no salían del fondo de la grilla, gastando dinero en mejoras que no daban resultados y sufriendo la presión de un directorio que no veía un retorno de su inversión. A comienzo de año se había decidido apostar todo el presupuesto a rediseñar desde cero. Esto no solo los condenaba a seguir perdiendo carreras hasta terminar el nuevo modelo; si fallaba, seguirían sin dinero, mejoras o puntos por tiempo indefinido.
La noticia era que el nuevo diseño había salido a pista casualmente en la primera carrera que yo había mirado. Por eso era noticia, era lógico que los fans de McLaren saltaran a grito limpio por un simple quinto puesto, porque eran doce lugares más arriba que la carrera pasada. Entendí por qué la marea naranja festejaba eufórica no por ganar, sino porque sus pilotos habían pasado quizá dos o tres gloriosos minutos a la par de los mejores. Tanta gente que por primera vez en muchos meses se animaba a tener esperanza.
El fin de semana me encontré entonces una vez más sentado frente al tele, pero en vivo y con la anticipación vibrándome el pecho. Fernet en una mano, celular en la otra, volumen al mango y se terminaba ya la previa. Se apagaron las luces y se largó el Gran Premio. Me atrapó con mucha más fuerza que antes: McLaren iba bien, las mejoras funcionaban, bajos tiempos de vuelta, Lando Norris escalando posiciones, cada vez menos para terminar, se sostenía, casi el final, Lando arriba y—podio podio podio segundo puesto para McLaren!
Salté de la silla, levanté el puño, grité, lloré. Agité los brazos frente al tele, ¡volvíamos a los puntos! Vi a mi hermano oliendo caca otra vez, y esta vez me sorprendí con él. Qué linda y qué rara esta repentina locura para alguien como yo, que nunca había sido fanático de ningún deporte.
Eventualmente me enteré de que McLaren no era la revelación del año, sino un equipo establecido con múltiples campeonatos en su haber. Saber esto diluyó sustancialmente el efecto David y Goliat que me había emocionado antes, pero ya era irreversible, tenía la insignia grabada en el pecho.
Es curioso recordar que mi primer mazo de cartas fue de F1. Me pregunto si en el futuro voy a ser yo el dueño de casa donde nos reunamos a comer, el que siga la carrera minuto a minuto mientras los chicos se escapan lo antes posible. Y me río, porque es lo más probable.