Ir al contenido

Piensa rápido, primera parte

Hombre caminando por un sendero en un bosque oscuro

Un amigo me sugirió que escriba una serie en partes. Decidí hacerle caso y escribir sin planificar, a ver si termina en algo interesante. Veamos.


Un golpe violento en la ventana. Otra vez el gato ese del vecino, chocándose contra la persiana de madera, haciendo un estruendo enorme mientras evaluaba cómo bajarse. Román abrió los ojos a desgano, y quiso mirar la hora en la oscuridad. Dio un doble toque al teléfono y flash de dolor—el aparato se cayó al suelo. Cierto, los dedos.

Se giró lentamente en la cama y vio, en el piso, la pantalla iluminada. Bueno, de todas formas ya faltaba poco para la alarma. Tocaba ir a hacer la consulta médica.

Bueno, consulta médica, sonaba la voz burlona de Papá en su cabeza, mientras Román salía de la casa. Consulta médica es con un médico, había dicho Papá, que no creía en nada. Pero Mamá le había recomendado ese lugar en especial, donde lo iban a atender mejor que nadie. Para charlatanes prendé la tele, había dicho, y encima te cobra un fangote de guita. Román llegó a la esquina y cruzó la calle, distraído.

Como una pinchadura, si me estuvieran clavando una aguja desde dentro del dedo, pero caliente. Estiró la mano para examinarse, practicando lo que iba a decir cuando le pregunten lo que le pasaba. Había tráfico, pero Román caminaba en sentido contrario y cada vez se escuchaban menos motores, y más el viento de otoño. Dolían los dedos, recordó al sacar el celular para asegurarse de que era la dirección correcta.

Hacía varios días que el dolor iba en aumento, cada vez peor. Mamá decía que era algo genético, porque a ella también le había pasado. Que tuviera cuidado, pensaba llegando al final de la calle, que terminaba en una hilera de árboles delimitando un parque enorme. Dobló a la derecha, bordeando el camino natural, y cada pisada era un crujido de hojas secas sobre cemento. Creyó escuchar gruñidos lejanos, y sonidos de piecitos corriendo rápidamene, pero no había nadie.

Los autos ya habían dejado de pasar, y más que una vereda parecía ahora un camino de tierra, las baldosas estaban todas rotas, los árboles espesaban y había menos luz. Román tenía algo de frío, así que apuró el paso. El sol bajaba rápidamente. Sacó el celular una vez más con dedos doloridos, y comprobó el puntito azul del GPS. Sintió con la otra mano el bollito de dinero que Mamá le había dado, porque no aceptaban transferencias.

Continuó caminando, ahora había árboles de ambos lados y ya no había calle, estaba pisando hojas secas. Arbustos impedían ver más allá de los primeros troncos de cada lado, y las ramas de los árboles llegaban tan alto que casi formaban un techo sobre Román. Se sintió chiquito, pero le dolían los dedos, y ya estaba llegando.

Finalmente, el camino se ensanchó de golpe para revelar un claro cubierto de hojas secas. Miró para un lado, para el otro y vio una sombra que rápidamente se escapaba de su vista. Sonó un repiqueteo suave, como de pies veloces. Crujió unos pasos hacia allí, para ver qué era, pero no había nada. Se dio vuelta—

— Diez mil pesos.
— ¡AAAHHH!—, saltó del susto Román. Pero la figura no se movió.
— Diez mil pesos.

En el centro del claro había ahora una señora sentada en una mesita de madera, con una pava y un mate apoyados sobre un mantel amarillo todo quemado. Había una silla vacía enfrente, del lado de Román. La señora sostenía el mate con cara de concentración.

— Diez mil pesos.
— ¿Cómo?

Pero la señora no le contestó. Román se dio cuenta que abajo de la pava, aplastado, había un fajo de billetes. Metió la mano en el bolsillo y sacó el bollito de Mamá. Contó para adentro, ocho, nueve, diez.

— Listo, ahí están. Los puede contar si hace falta—le dijo Román, estirándose hacia la señora, que no le devolvió la mirada. Román se asombró al bajar los ojos, porque ya no sostenía nada en la mano. Los billetes ya estaban abajo de la pava.
— ¿Dulce o amargo?
— ¿Cómo?
— ¿Dulce o amargo?—le dijo la doña todavía sin mirarlo. Le faltaban un par de dientes, pero era difícil adivinarlo porque tenía los labios apretados, en un gesto de contemplación profunda.

Román se sentó en la silla, y escuchó una vez más el crujido de pies sobre hojas secas. Giró sobre su cuello, pero no había nadie. Reflexionó que quizás tendría que haberle hecho caso a Papá y visitar un médico.

— Amargo.

Ahora sí lo estaba mirando. No quería mate, pero Román supuso que era parte del diagnóstico, después de todo. Había que creerle a Mamá, y le dolían los dedos de todas maneras. Agarró con cuidado el mate de madera oscura, rústico, y se acercó a la bombilla humeante. Dio un sorbo y escupió inmediatamente a un costado.

— ¡Está frío esto!
— Amargo.
— ¿En serio tengo que tomar?

Pero la señora no le respondió con palabras, solo continuó juzgándolo. Así que, con dedos doloridos y en el silencio del pequeño claro de bosque, Román hizo fuerza y tragó uno, dos sorbos de mate asqueroso.

El líquido amargo le aterrizó en el estómago de golpe, se disolvió y a los pocos segundos se convirtió en una nube tibia agradable. La señora apoyó los codos en la mesa, y el mentón sobre las manos entrelazadas, formando un arco. Román sintió una vez más un correteo de pies veloces, hojas secas quebrándose mientras la tibieza se empezó a desplazar.

Fue fluyendo por el pecho, ahora estaba en el cuello un momento, luego suavemente hacia los hombros. Era agradable el calorcito con el viento que comenzaba a soplar. Creyó escuchar voces a lo lejos, un aullido quizá, y la tibieza ya no era tan agradable, empezaba a quemarle bajando por los brazos, implacable. La señora lo miraba fijo y Román empezó a moverse porque ya estaba por el antebrazo y dolía, quemaba como agujas al rojo bajo la piel.

Remolinos de viento lo despeinaban, y oyó más pasos, una sombra corría en círculos detrás suyo, primero para un lado, luego para el otro. Voces que peleaban, confusas, recordaba la discusión entre Papá y Mamá por su dolor, que ahora le quemaba la muñeca, luego la mano. Sentía metal encendido bajo los huesos, sacudió los brazos para enfriarse pero no podía, se puso de pie, tumbó la silla, empezó a gritar y sacudir los dedos, se le iluminaron de blanco y brotó un rayo de las yemas—

¡KA-BLAM!


Un golpe violento en la ventana. Otra vez el gato ese del vecino, chocándose contra la persiana de madera, haciendo un estruendo enorme mientras evaluaba cómo bajarse. Román abrió los ojos a desgano, y quiso mirar la hora en la oscuridad. Dio un doble toque al teléfono y flash de dolor—el aparato se cayó al suelo. Cierto, los dedos.

Pero algo era distinto. Se giró lentamente en la cama y vio, en el piso, la pantalla iluminada. Tenía varias marcas negras, como de suciedad. Lo levantó con cuidado, y entendió cuando se miró los dedos. Estaban cubiertos de hollín.

Necesitás otro mate, Román. Y saltó de la cama.

¿Qué opinás?

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *